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DISCURSO DE CONTESTACIóN

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     DISCURSO DE CONTESTACIÓN


     Fernando R. de la Flor Adánez


     Buenas tardes a todos, compañeros del CES y estimados amigos.


     Realmente este viejo lugar de memoria española, el aula magna de este gran edificio barroco –poco frecuentado para los que somos ajenos a la vida ritual y académica de esta Universidad Pontificia– condiciona y mucho nuestras palabras de hoy. Debe hacerlo, en el mejor sentido, y creo que estarán ustedes de acuerdo conmigo en que todos percibimos el peso del aura impalpable, que aquí, sin duda, esta tarde noche se concentra.


     


     Esta es una ocasión solemne, lo digo sin el menor asomo de inflación verbal; lo digo por el lugar; lo afirmo por la personalidad excepcional, en todo caso infrecuente, de quien hoy aquí ha dictado su lección, y lo advierto también por lo que es el desarrollo propio de este especial protocolo que el Centro de Estudios Salmantinos ha empezado a cumplir con rigurosa periodicidad, evidenciando así su nuevo compromiso con la comunidad de cultura, que se fortalece con estas fórmulas de comunicación de ideas y de visibilización de ciertas personalidades.


     La verdad es que si estamos aquí, precisamente aquí, en este lugar que guarda acaso la mejor memoria de lo que ha sido nuestro país, es por decisión de quien acaba de dar su lección de ingreso. A la cual, por cierto, es una temeridad añadirle algo más.


     Quiero decir con esto que, en el hecho mismo de la opción del lugar donde ha elegido hablar Antonio Cea, se manifiesta ya ante qué tipo de intelectual singular nos encontramos. Hay en esta elección de espacio un alto contenido estético, y también se produce en ella una particular notación ética. Es algo que quiero empezar por subrayar por lo infrecuente de tal conexión. Me dirigiré a estos dos niveles –el ético y el estético–, que creo resumen muy bien los registros en los que se ha desarrollado el trabajo de Antonio Cea durante cerca de cincuenta años. En este caso, para esta ocasión, abandono, de antemano lo digo, lo que sería el mero recitado de los méritos que convierten a Antonio Cea en un valor y en un activo para la institución que hoy sanciona su ingreso. Creo que, para dar cuenta de una personalidad como la suya, es necesario algo más que ofrecer la desnuda información, la relación que, por otra parte, se haría tan larga, de sus méritos (en todo caso, lo cierto es que esa información queda siempre al alcance de una tecla de sus ordenadores, y les sugiero que, en efecto, comprueben, si no lo han hecho ya, en qué ha consistido un desempeño de estudio tal, una labor de tantos años como la del protagonista de esta noche). No. Ciertamente mejor que recorrer la fría estadística de sus trabajos, de sus numerosas inscripciones científicas y aportaciones intelectuales, y dar cuenta de los méritos acumulados, mejor que hacer eso es aventurar un intento de interpretación; es mejor que esta noche aquí me decida con toda brevedad por realizar un pequeño apunte que pudiera dar cuenta de lo que yo entiendo que es el sentido último que ha adoptado un trabajo de tan particular índole. Trabajo, determinación de saber, en sí misma valiosa para la comunidad científica; sumamente importante para esta vasta región al Oeste; y naturalmente, también, para esta ciudad (que tan necesitada está de amparo y referencia cultural), y finalmente llena de interés y estimación para esta institución que hoy nos acoge (el CES) y que promueve este tipo de reconocimiento. Institución, no hace falta que lo diga, que hoy se honorifica a sí misma, visibilizando cuál es y el fuste verdadero de muchas de las personalidades que la componen.


     Creo entonces que son precisamente aquellos conceptos de ética y de estética –si es que ambos no son la misma cosa– los que recogen muy bien el horizonte de valores que Antonio ha ido desplegando. Lo ha hecho durante un tiempo que supongo que a él le parece largo, pero que sin duda también en otra perspectiva lo cierto es que a la fuerza ha de resultarle de la misma manera, corto, breve. Hay que decir que el maestro además llega en estos años a la cima de su desempeño, de su proyecto de saber, y esta pequeña academia que aspira a tener un papel en la vida cultural de la ciudad de Salamanca y en su contorno de influencia, pues se felicita también por contar en ella con sujetos activos, y no tanto con retirados de todas las batallas que da el tiempo.


     Hemos asistido a un ejercicio infrecuente de lo que son las dos virtudes que aquí esta noche estamos dispuestos a reconocer y a valorar en su protagonista. Hemos recibido una dosis de ética a través del comportamiento intelectual, de la manera sutil y elegante de producir y promover conocimiento, y ello por parte de quien ha demostrado permanecer además siempre fiel al lugar, al espíritu del lugar, al genio del lugar que habita en esta región y que hoy como un emblema de toda una comunidad histórica puede quedar representado por esta sala.


     La prueba de que Antonio no abandona los espacios que hace suyos, biográficamente suyos, es que sucede que fue justamente aquí, en este lugar de memoria, donde se abrió la trayectoria académica de Antonio Cea, y a él ha querido retornar para esta ocasión, que para quien le conoce sabe que él considera sumamente importante. Aquí dio lectura a una tesis novedosa –puedo imaginar que un punto arriesgada por aquel entonces–, como lo han sido tantas cosas suyas; lo hizo en aquella ocasión sobre la orfebrería y sus mundos en el Oeste peninsular.


     Desde entonces nuestro protagonista de esta noche ha guardado una fidelidad extraordinaria a los estudios de tradición sobre esta vasta región, que para él ha supuesto un verdadero archivo, una suerte de cámara del tesoro del mundo del pasado, que, incluso, difícilmente sobrevivía cuando él inició sus exploraciones arriesgadas, y que, si goza todavía de supervivencia, se debe en buena medida a sus cuidados, a sus conocimientos, a los rescates de toda índole que sobre ella ha practicado y de los que daré en adelante alguna cuenta.


     Donde tantos hombres y mujeres valiosos que hemos conocido han terminado por dar la espalda a estas provincias nuestras que viven, sin duda ninguna, sus horas más bajas, Antonio Cea ha mantenido el norte de sus estudios, además de haber mantenido también su cariño y fascinación por este medio ambiente en el que ha detectado siempre, con su excepcional olfato, la huella profunda de una cultura antigua y exquisita. Lo ha hecho bien a pesar de las decepciones que sabemos que ha sufrido y, peor que eso, a contrapelo de la inevitable constatación de que la propia región no es después de todo la mejor administradora de su patrimonio y de su historia, sino acaso su primera depredadora.


     Estoy tratando de señalar en el estudioso una fuerte y determinante vocación de implicarse en los espacios de su estudio. La vinculación con el territorio es requisito de esta Academia y Antonio Cea ha sido, y es, un actor de primer orden en el desarrollo de una cultura y hasta de una filosofía de la tradición del Oeste Peninsular, de la que es en la actualidad su primer valedor entre nosotros, la persona más representativa de la misma. Desde los tiempos en que se inició su carrera, precisamente entre estos muros, Antonio Cea no ha abandonado nunca estos estudios, que hoy le convierten en una figura de la antropología cultural de nuestro país. Lo notable verdaderamente en un caso como el suyo, es que también nunca ha dejado de pretender revitalizar los ritmos de vida en que se encuentran envueltos sus objetivos de estudio. Sus estudios de cultura material –digamos que vertidos en un minucioso conocimiento de los tejidos, las joyas, los pliegos– han tenido su prolongación en los análisis rigurosos acerca de los rituales en que estaban inmersos tales objetos. Quizá para los embarcados en cualquier disciplina o empresa de conocimiento que en esta sala se puedan reunir –y hay muchos y de muy variada inscripción y campos de saber–, esta sea la aportación más valiosa que cabe reconocerle a Antonio: El hecho de que jamás ha estudiado las materialidades en sí mismas, sin al punto conectarlas también con los rituales de vida y de muerte con las que están imbricadas, como bien hemos visto en su lección de hace unos instantes.


     Él aporta su biografía, aporta su propio cuerpo, su voz, marcada y característicamente sobre todo su voz; se entrega y compromete vitalmente al desarrollo de sus complejas investigaciones. La experiencia de saber la vive en el interior de la comunidad que la ha producido y vive como vive un filósofo en el seno de su tradición alimentándose vitalmente de esa misma tradición que parece que está viva aún cuando él la expone. Sucede en este sentido que Antonio Cea no ha dejado nunca de habitar, de residir en estos espacios nuestros, suyos; ayer en Miranda hoy en Hinojosa, y siempre en su memoria de experiencia, Salamanca (donde tantos amigos y lectores tiene) su trabajo retiene algo del tiempo, y en definitiva hace que el pasado no acabe de pasar, en un país finalmente tan desmemoriado de sí mismo.


     Desarrollos vitales de estos viejos pueblos nuestros han sido contemplados por nuestro amigo a partir a veces de fragmentos minúsculos que apresan en sí toda una tradición histórica. No puedo ponerme pedante ante una lección que se ha caracterizado, como todo trabajo de Cea, por su accesibilidad, por su desarrollo armónico y por su deseo íntimo de conexión con el espíritu que flota ahora mismo en esta sala, pero yo diría de él que es un estudioso de esa rara especie que representa un Walter Benjamin. Consciente de las pérdidas inmensas, de las hemorragias de valor sufridas, sin embargo preserva y se concentra en los documentos que nos ha dejado en depósito –más nos vale denominarlo herencia sagrada– la propia tradición, la propia historia. Esto quiere decir también que hay modernidad en su actitud, que es la suya la actitud moderna actual por antonomasia, que Antonio está claramente vinculado al momento presente, que no es exactamente, aunque lo parece y también oficia de tal, un caballero anticuario y coleccionista, sino un estudioso que cabalga a lomos del tigre de la actualidad.


     En este punto dos testimonios próximos de hace relativamente poco tiempo lo prueban: por ejemplo, su trabajo en la creación de ese archivo del duelo que él ha documentado y que está formado con los testimonios populares de la tragedia de 11 M. Él ha sabido, en este punto y en otros notables casos, reorientar, reorganizar las líneas tradicionales de análisis y de registros textuales. Y recientemente ha podido darnos otra prueba sumamente valiosa de ello al construir una guía, un recorrido por Salamanca que busca en la ciudad lo que casi no podíamos sospechar de ella, al fin y al cabo tan levítica, y sombría: la recóndita huella femenina, la impronta y el sello de la mujer en su viario y monumentos.


     El desarrollo y despliegue de una sensibilidad aguda ante lo que el objeto guarda o custodia, en todo caso, es la característica nuclear de este hombre, cuya ejecución de vida no deja de asombrarnos por la delicada trama de emociones que hemos encontrado siempre al paso de sus estudios. Hace poco Santiago Juanes recordaba ante el especialista en petrología que había estudiado el claustro de Palamós que de aquel estudioso se podía decir que le susurraban las piedras, de Antonio podemos hoy asegurar que verdaderamente le hablan –o mejor él hace y provoca que hablen– los objetos estéticos, ya se trate de joyas, de tejidos, de estampas, de cédulas y cartapacios, de dijes, de productos artesanos, de obras de arte, fotografías o piezas de vestimenta y ajuares lujosos, complejos artefactos de culto. En todos estos casos él sabe inscribirlos en los ciclos superiores de la vida, integrándolos armónicamente en el seno de un mundo ya prácticamente desaparecido, y ofreciendo de ellos siempre la lectura más determinantemente completa, evocadora y finalmente necesaria. Parece que nuestro protagonista se ha hecho tributario de la ley que dice que ciertamente no hay nada inerte e impersonal en las cosas cuando estas residen en el centro de las relaciones humanas: la patena, la firmeza, el corazón de la novia están ciertamente en ese centro y su mejor intérprete es Antonio Cea, sin duda.


     Entenderán entonces este su ingreso oficializado por una puerta grande, la de esta sala, y podrán estar un poco más tranquilos todos ustedes sobre el destino de lo patrimonial nuestro, si es que en buena medida reposa sobre tales ángeles custodios, sobre tales responsables. Lo diré de esta manera: El conocimiento, la sensibilidad –lo recordaba el poeta Cavafis–, es lo único que en estos tiempos puede detener a los bárbaros que acampan por ahí afuera esperando su oportunidad de destruir y borrar memorias.


     Antonio Cea, ya vengo muy tarde a reconocerlo, es un discípulo directo de Julio Caro Baroja. Gran parte, sino toda su producción intelectual, se ha situado bajo la tutela y la amistad de este intelectual decisivo para nuestro país en toda la segunda mitad del siglo XX. Antonio Cea desde su despacho del CSIC, desde su puesto de dirección en la Revista de Dialectología y Tradiciones Populares ha hecho mucho por nuestra provincia, por nuestro mundo, es un descifrador de su pasado (por cierto, ni pequeño ni mucho menos pobre). Es hora de reconocerlo tan públicamente como se pueda. Aunque dudo de que haya conciudadanos que en una u otra ocasión no hayan ya tenido oportunidad de saber quién es quien hoy ha mostrado su carácter. En todo caso, esta es una ocasión magnífica, y pienso que ha dado la lección que todos esperábamos de él. El estudio, la investigación, no solo eleva el estatuto de los objetos que focaliza, sino que, si es de la naturaleza ética y estética que practica Antonio Cea, entonces esos objetos. ya no se pierden en realidad; se reintegran en el flujo vital de la comunidad que acaso, por un momento y en espera de que apareciera quien los despertara, los olvidó, cuando eran en sí mismos inolvidables.


     Termino con una referencia precisa y próxima en el tiempo. En ella hemos podido comprobar la calidad, la entrega, el conocimiento que Antonio Cea ha desplegado de manera constante sobre la intrahistoria de estas geografías. Sus trabajos sobre los «santos de la peste», «el mal vencido» y «humilladeros y devociones de Pasión» en la Sierra de Francia, ha reunido un delicado tejido, una trama expositiva única. Quien haya circulado por entre aquellas antiguas divinidades, con tanta sabiduría –diría también que con tanto amor y proximidad– localizadas, elegidas, estudiadas y dispuestas en el espacio, habrá podido recibir, en la forma de una emoción superior, el fruto de un trabajo que vincula la posición ética de lo que debe suponer en nuestros días conocer lo pasado, junto con aquello que logra además desplegar un alto contenido de satisfacción estética. Todo esto siempre necesario en nuestras comunidades, tan apartadas de toda sutileza y tan ajenas a los requisitos culturales, críticos y exigentes. Acaso por ello en Antonio Cea todo está contemplado desde una posición suavemente melancólica e ingeniosamente escéptica.


     Bien, por aquellas dos superiores razones que han orientado tu ingente trabajo, creo que te podemos dar la bienvenida ya formalizada entre nosotros y, también, en el seno de esta comunidad expandida que constituye la región y el mundo al que tantas horas y esfuerzos has dedicado a lo largo de tu vida.


Discurso de contestación en la documentación serrana y candelaria

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